En los últimos tiempos, las noticias relativas al ámbito educativo se están concentrando en las modificaciones que ha sufrido el contexto escolar como consecuencia de la situación sanitaria que estamos viviendo. Estos cambios también han favorecido que la forma de relacionarse de los escolares se modifique, pudiendo también verse alterados algunos de los fenómenos que resultan de la interacción social como es el bullying. Es muy posible que una de las pocas ventajas del menor contacto que se da entre nuestros escolares sea la dificultad de llevar a cabo formas directas de maltrato hacia sus iguales, pudiendo verse así reducidos los índices de este tipo de violencia. No obstante, las formas indirectas de maltrato así como aquellas que se desarrollan por los medios tecnológicos siguen ocurriendo al mismo nivel que se daban antes de que la pandemia llegara a nuestras vidas, tal y como explica la profesora Rosario Ortega en este artículo del periódico ABC.
En esta entrada definiremos qué es el bullying y qué se puede hacer desde el ámbito escolar y familiar para prevenir y combatir este fenómeno violento.
El bullying parte del abuso de poder de unos escolares que actúan para molestar o provocar un daño injustificado e intencionado a otro escolar. No es, por tanto, una pelea, una agresión esporádica o un problema de indisciplina, sino un fenómeno inmoral en el que el agresor intenta imponerse y dominar a la víctima, profiriéndole insultos o amenazas, a través de la violencia física o mediante la exclusión social del grupo, que suele ser testigo de la injusta agresión y la apoya activamente o con su silencio. Es importante destacar que el acoso escolar no es un problema de dos. Se trata de una compleja dinámica grupal que debe ser atajada incidiendo en su naturaleza colectiva: sensibilizando a los espectadores sobre la necesidad de no apoyar la injusta agresión y ponerla en conocimiento del profesorado; trabajando la empatía, toma de conciencia y responsabilidad de los agresores; y favoreciendo el desarrollo de recursos interpersonales (habilidades sociales o asertividad, por ejemplo) en la víctima para poder reaccionar de forma efectiva. Si ésta dispone de un buen repertorio de habilidades y cuenta con el suficiente apoyo (de los iguales, del profesorado y de la familia) y confianza, intentará afrontar su situación o comunicarla y probablemente logrará su propósito, quedándose esta experiencia en un hecho aislado que no tendrá mayores consecuencias.
No obstante, si por diversos motivos, la agresión logra perpetuarse en el tiempo, el escolar agredido se irá sintiendo cada vez más indefenso y vulnerable, más sometido a la voluntad del agresor y menos capaz de reaccionar ante la injusta agresión, generando todo un proceso de victimización que puede tener efectos imprevisibles, entre los que destacan la depresión, la ansiedad, los problemas del sueño y de alimentación, así como las dificultades de autoestima, académicas y de relación con los iguales. El resto de implicados en la dinámica no está exento de problemas. El agresor, se habituará a ejercer tirana y despóticamente su poder y tenderá a someter a todos los de su alrededor, siendo probable que pueda desarrollar conductas de maltrato en el futuro o comportamientos antisociales y delictivos. Por otro lado, los espectadores se desarrollarán en un medio escolar impregnado de violencia y falta de respeto, que constituirá una fuente de aprendizaje y habituación a este tipo de situaciones de dominio-sumisión.
La presencia del acoso escolar está sujeta a la forma de medir y cuantificar la situación de victimización. Alrededor de un 30 por ciento de los escolares han vivido alguna experiencia esporádica de este tipo. Sin embargo, las cifras de escolares que terminan sufriendo este proceso de forma severa y cruel, se reducen considerablemente oscilando entre el uno y el dos por ciento, aunque no por ello hemos de desviar nuestra atención de estos menores que viven un calvario en su etapa de escolarización. La intervención eficaz en ambas situaciones pasa por actuar paliativamente, para detener las agresiones que estén aconteciendo en el momento de la intervención; pero también preventivamente, para evitar que este tipo de situaciones ocurran en el futuro.
Importancia de la prevención desde el ámbito escolar
De este modo, la intervención preventiva se desarrolla sobre todo a nivel institucional poniendo en práctica estrategias para la gestión democrática y cooperativa de la convivencia, encaminadas a la formación del alumnado en valores y promoviendo su competencia social y emocional. Éstas mejorarán la capacidad del alumnado para defenderse de posibles agresiones y desarrollar su resiliencia (destinada a amortiguar las consecuencias negativas derivadas de la victimización o de otras situaciones negativas), pero también la de los probables agresores para controlar sus impulsos agresivos y gestionar su necesidad de ascendencia social de una forma apropiada. Esta formación también beneficiaría a aquellos escolares ajenos al fenómeno, que verían incrementadas sus habilidades interpersonales, lo que les capacitaría para implicarse en la defensa de la víctima, ayudando por tanto en la detención de la agresión. Cuando la actuación preventiva no es suficiente, hay que aplicar iniciativas específicas destinadas a desarticular el perverso entramado de relaciones que se ha configurado entre la víctima, el agresor y los espectadores que refuerzan el fenómeno.
En este sentido, la formación y actuación del profesorado es esencial, pero no sólo ha de quedarse en el conocimiento del protocolo de convivencia diseñado para estos casos y las iniciativas que resultan eficaces, sino que hay fomentar su motivación, implicación y nivel de alerta hacia estas situaciones, que pueden ser juzgadas como un hecho sin importancia o “una cosa de niños” y estar escondiendo un auténtico horror. La implicación del profesorado resulta ser clave en la prevención del acoso escolar, habiéndose demostrado una elevada eficacia de las guardias activas durante el recreo o durante los intercambios de clase. La complicidad docente a nivel emocional, tiene además efectos indirectos positivos, mejorando el nivel de rendimiento académico del alumnado y su inteligencia emocional.
El rol de la familia
Por otro lado, el papel de la familia también es muy importante: como fuente de apoyo y detección de posibles problemas y como contexto de desarrollo que promueve la socialización de los menores. Una socialización que puede fomentar el desarrollo de menores agresores o respetuosos, de escolares seguros de sí mismos o vulnerables, y de espectadores comprometidos o inmorales. A este respecto, nuestras investigaciones desde el Laboratorio de Estudios sobre Convivencia y Prevención de la Violencia (LAECOVI) nos han permitido comprobar que un clima de afecto y aceptación que fomente la comunicación positiva y bidireccional entre padres e hijos, así como el establecimiento de límites necesarios (entro otros, las normas de convivencia o la hora de llegada a casa), el uso de la disciplina inductiva (refuerzo verbal de la conducta positiva y explicación del mal comportamiento) y correctiva (retirada de privilegios, por ejemplo), acompañada de un buen humor parental, y de una adecuada promoción de la autonomía del menor, son las prácticas más beneficiosas para prevenir conductas violentas y actitudes favorecedoras de la victimización.